Sunday, July 26, 2009

Las Raíces Cristianas de Europa.-

Misa Celebrada en Santa María la Mayor en Roma, conmemorando el primer aniversario de la muerte de Chiara Lubich.



Texto para la Academia Concordia escrito por Su Eminencia el Cardenal Paul Poupard, Presidente del Comité Científico de la Academia Bonifaciana, hermanada con la Orden Bonaria, y la Academia Concordia de las Artes y las Letras.

Conferencia del Emmo. y Rvmo. Sr. Cardenal
PAUL POUPARD
Presidente del Consejo Pontificio de la Cultura


Madrid, 20 de noviembre de 2003
Fundación Pablo VI


Eminencias,
Excelencias,
Distinguidas autoridades,
Señoras y Señores

Es un honor y un placer para mí estar esta tarde con ustedes inaugurando el Simposio que la Conferencia Episcopal Española ha organizado con motivo del XL aniversario de la Encíclica Pacem in Terris. Agradezco de veras al Presidente de la Conferencia Episcopal Española, Cardenal Antonio María Rouco Varela, la invitación que me dirigió a abrir este congreso para hablar de la paz, los derechos humanos y la identidad europea, cuestiones a las que como Presidente del Consejo Pontificio de la Cultura he tenido ocasión de dedicar mi atención de modo especial en estos últimos años. Es para mí también un placer comenzar recordando una Encíclica, cuya redacción y publicación pude seguir de cerca, como joven sacerdote recién llegado a la Secretaría de Estado de su Santidad Juan XXIII. Permítanme, pues, desde la distancia de los años, una evocación personal del Papa bueno. Conservo aún indeleblemente impresa en mi memoria su figura bondadosa y paternal, que me saludaba siempre con afecto diciéndome «figlio bello!». Como homenaje póstumo y testimonio de gratitud quise dedicarle la última del ciclo de Conferencias de Notre Dame de París este año[1]; con este mismo espíritu ofrezco estas palabras de hoy.

1. Evocación personal
Como es sabido, la historia de la Encíclica está estrechamente ligada a la crisis de los misiles en Cuba, cuando la humanidad parecía fatalmente abocada al desastre nuclear. En aquel otoño caliente, mientras la tensión aumentaba de día en día, atrapando en su vórtice a las dos superpotencias en una espiral sin posibilidad de salida, alguien hizo saber que una intervención moderada del Papa sería bien recibida por las dos partes y permitiría una salida honrosa al conflicto [2] . Juan XXIII dirigió entonces un mensaje a todos los gobernantes y hombres de buena voluntad, que recuerdo bien, porque estaba redactado en francés. En su mensaje el Papa decía que la grandeza del hombre de Estado se demuestra cuando, rechazando la tentación del orgullo y de la fuerza, con un gesto de conciencia ahorra la vida de sus conciudadanos y les asegura un futuro de paz. El mensaje fue acogido por todos, por Khrushev y por Kennedy, porque venía de un hombre de corazón sincero y alma trasparente, el Papa bueno, como la gente sencilla lo llamaba entonces y no ha dejado de hacerlo hasta ahora. Me gusta pensar que fueron las oraciones incesantes de millones de almas sencillas como la del Papa, a quienes él había invitado a pedir por la paz, las que lograron conjurar aquel peligro que incumbía sobre la humanidad. La paz, en aquellos días, tenía el sabor del fruto del amor.

La multitud de mensajes de reconocimiento que llegaron al Vaticano de todo el mundo hizo madurar en Juan XXIII la idea de desarrollar este mensaje sobre la paz. Fue así como apareció Pacem in Terris, verdadero testamento espiritual de un Papa que pocas semanas después nos abandonaría. La Encíclica resonó en todo el mundo como un eco remoto y poderoso del anuncio angélico la noche de Navidad. Era la primera vez que el Papa se dirigía en una Encíclica, no sólo a los venerables patriarcas, arzobispos y obispos de la Iglesia católica, sino a todos los hombres de buena voluntad, como queriendo subrayar aún el vínculo con aquel pregón. El Papa bueno –terciario franciscano– afrontó con franciscana sencillez el tema de la paz, apoyada sobre cuatro pilares, la verdad, la justicia, el amor y la libertad, sin los cuales, la paz no será más que una quimera: «Pero la paz será palabra vacía mientras no se funde sobre el orden cuyas líneas fundamentales, movidos por una gran esperanza, hemos como esbozado en esta nuestra encíclica: un orden basado en la verdad, establecido de acuerdo con las normas de la justicia, sustentado y henchido por la caridad y, finalmente, realizado bajo los auspicios de la libertad» (167) [3] . Hablaba de los derechos humanos y de los deberes de todos los hombres, como premisas para la paz [4] . E invitaba a los cristianos a ser «como centellas de luz, viveros de amor y levadura para toda la masa. Efecto que será tanto mayor cuanto más estrecha sea la unión de cada alma con Dios.» (164).

Juan XXIII legó a la humanidad un proyecto histórico a la medida del mundo: construir la paz. Anunciando el Evangelio de la Paz, el Papa quería proponer una cultura de la paz. No se trataba simplemente de esfuerzos de mediación entre bloques antagónicos para lograr una paz efímera con sabor a tregua. Si la paz nace de los corazones, hay que comenzar a construirla desde dentro. Y ello sólo se logra con una cultura de la paz.

Cuatro años después de la Pacem in Terris, su sucesor Pablo VI se dirigió de nuevo a todos los hombres de buena voluntad con la encíclica Populorum Progressio, que trazaba un programa concreto de acción para realizar en el mundo la paz. Inesperadamente, pues era para mí la primera vez, Pablo VI me pidió que presentara a la prensa la Encíclica, que llevaba fecha del 26 de marzo de 1967, solemnidad de Pascua.

Pablo VI, retomando con fuerza los grandes temas de Gaudium et Spes, invitaba a realizar una justicia de dimensiones mundiales, como garantía para una paz global. En un dinamismo de pacificación progresiva, Paolo VI veía surgir el desarrollo de todos en beneficio de todos, mientras se afianzaba lo que llamaba, citando a Jacques Maritain, un «humanismo pleno», fruto de un desarrollo conjunta e indisolublemente íntegro y solidario: «todo el hombre y todos los hombres». En este vasto cuadro, la Iglesia se ponía al servicio de la humanidad. En Populorum Progressio, Pablo VI escribe que «el desarrollo es el nuevo nombre de la paz». Este ambicioso programa diseñado por el Papa encuentra su inspiración y su motivación en la fuerza del amor fraterno, cuyo hontanar, la fonte que mana y corre, tiene su manida en la Trinidad misma. Para conseguir el desarrollo de los pueblos, no bastan sólo los técnicos; «aún exige más hombres de pensamiento, capaces de profunda reflexión, que se consagren a buscar el nuevo humanismo que permita al hombre hallarse a sí mismo, asumiendo los valores espirituales superiores del amor, de la amistad, de la oración y de la contemplación» (n. 20). Y llamando a todos los hombres de buena voluntad a convertirse en constructores de un mundo nuevo, dirigía una invitación particular a los educadores.

Algunos meses más tarde, el 8 de diciembre de 1967, acompañando al Cardenal Roy, tuve que comparecer de nuevo ante la prensa internacional para presentar el Mensaje de Pablo VI con el que instituía la «Jornada Mundial de la Paz», cuya celebración se fijó para el 1 de enero de cada año. «Invitamos –decía el mensaje del Papa– a hombres y Naciones a levantar, al amanecer del año nuevo, esta bandera que debe guiar la nave de la civilización, a través de las inevitables tempestades de la historia, al puerto de sus más altas metas» [5] .

La convicción que inspiró esta importante iniciativa es que la paz no es posible sin un espíritu nuevo, una mentalidad nueva, una pedagogía nueva para educar al respeto recíproco y a la fraternidad entre los hombres y los pueblos. El Papa Montini, recordaba que no hay ni habrá paz verdadera y perenne entre los pueblos sin fundamentos sólidos, es decir, la sinceridad, la justicia y el amor en las relaciones entre los Estados y entre las personas. La paz, concluía, no es el pacifismo ingenuo, sino la afirmación de los más altos valores de la civilización: la verdad, la justicia, la libertad y el amor.

Juan Pablo II ha continuado con empeño creciente el surco trazado por sus predecesores. Nadie puede dudar de su compromiso por la paz en el mundo, movilizando a la Iglesia en estos momentos difíciles para la humanidad. A la «guerra preventiva», denunciada por el Papa, él ha opuesto la «ofensiva de paz». No hay paz sin justicia; y no puede haber justicia sin perdón recíproco. Los trágicos acontecimientos de estos días en Oriente Medio, son como la triste crónica de una muerte trágicamente anunciada. Saber que los funestos presagios con que el Papa advertía a la humanidad antes de la guerra se está cumpliendo puntualmente, no aporta consuelo alguno.

2. El mundo de hoy
Han pasado cuarenta años desde la Pacem in Terris. El joven colaborador de Juan XXIII ya no lo es tanto, aunque siga siendo colaborador de otro Papa; quienes vivimos aquellos momentos, apenas nos reconocemos en las fotografías de entonces. Pero es sobre todo el mundo el que en este arco de tiempo ha cambiado drásticamente. Ironías de la historia, sólo una cosa parece no haber mudado desde entonces, y es la amenaza permanente para la paz.

Del mundo bipolar y la guerra fría hemos pasado a un nuevo tipo de confrontación multipolar, con multitud de conflictos en curso en el mundo. El proceso de difusión de una nueva cultura global, que entonces apuntaba tímidamente, hoy es una realidad en un mundo globalizado, que conecta en tiempo real los mercados financieros del mundo y extiende por todo el planeta un modelo cultural que irrumpe por doquier y con su fuerza barre costumbres, ritos y puntos de referencia. Al mismo tiempo que se difunde un modelo cultural globalizado, surgen como reacción poderosos movimientos de exaltación particularista, nacionalismos radicales disgregantes. El movimiento migratorio en curso, del Sur hacia el Norte, adquiere proporciones bíblicas, comparables a las grandes migraciones de la caída del imperio romano y constituye un imponente desafío a comienzos del Tercer Milenio. Precisamente ayer, en Roma, me tocó intervenir ante el V Congreso Mundial de la Pastoral de los Emigrantes y Refugiados con una conferencia titulada: «Partir desde Cristo, con la visión de la Iglesia, para una sociedad multicultural e intercultural».

Tras la muerte de las ideologías, la identidad cultural se convierte en el nuevo elemento capaz de dar cohesión a grupos humanos, mas también en un factor potencial de desestabilización. De ahí el nuevo paradigma que podemos denominar, con el título de una de las obras más citadas –y menos leídas– de estos últimos años, The clash of civilisations. Desde la caída del muro, hemos asistido, sucesivamente, a la primera guerra del Golfo, a los sangrientos conflictos étnico-culturales en la antigua Yugoslavia, –Croacia, Bosnia, Kosovo– escenario de matanzas y genocidios que son la vergüenza de Europa; los atentados del 11 de septiembre, la guerra en Afganistán y la segunda guerra del Golfo. De ahí la importancia que está adquiriendo como nunca antes el diálogo intercultural y el diálogo entre civilizaciones, que fue el tema propuesto por las Naciones Unidas para el Año 2001, al que el Consejo Pontificio de la Cultura no ha dejado de prestar atención.

3. Las raíces cristianas de Europa
La búsqueda de la identidad cultural construida armónicamente, se convierte, pues, en una prioridad para la paz. A los cuatro pilares que Juan XXIII señalaba como fundamentos para la paz, podríamos añadir la cultura entendida como alma de un pueblo.

En este contexto, la tan debatida cuestión de las raíces cristianas de Europa, se torna un elemento fundamental, no sólo para la búsqueda de su propia identidad, sino como contribución a la paz en el mundo, una paz entre hombres y mujeres que pertenecen a culturas y civilizaciones diversas, en las que la religión ocupa un puesto central. Por explícito encargo del Santo Padre, el Consejo Pontificio de la Cultura convocó dos simposios presinodales para tratar precisamente de este tema. En el primero, convocado en 1991, pedí a cuatro grandes intelectuales europeos una reflexión acerca de los cuatro grandes pilares sobre los que se apoyan la fe y la cultura en Europa: Nikolaus Lobkowicz, «Europa es una herencia»; Julián Marías, «Europa es una memoria»; Radim Palouš, «Europa es una conciencia» y Jacek Wozniatowski, «Europa es un proyecto»[6]. El segundo, diez años después del cambio en Europa, en 1999, buscando en Cristo la fuente de una nueva cultura para Europa[7]. Yo mismo, como Presidente del Consejo Pontificio de la Cultura, he tenido ocasión de ocuparme frecuentemente de este tema, pues, parafraseando al gran filósofo español Miguel de Unamuno, «me duele Europa»[8].

Permítanme, ahora, antes de seguir adelante, llamar su atención acerca de dos hechos recientes, que significativamente tienen por escenario la escuela, y que ilustran la naturaleza cultural del conflicto que vivimos. El primero tuvo lugar en Francia el pasado mes de septiembre. Dos jóvenes musulmanas, desafiando a la autoridad de la escuela, prefieren aceptar la expulsión de la escuela antes que renunciar a llevar el velo en la escuela. El asunto provoca reacciones encendidas en la opinión pública, dividida entre el respeto a la libertad personal y la salvaguardia del modelo laico impuesto en la escuela.

El segundo caso, más reciente, tuvo lugar en Italia, en un pueblecito de la provincia de L’Aquila. Un juez, a petición del padre de dos niñas musulmanas, ordenó que se retirara el crucifijo que presidía el Aula donde estudian, porque supuestamente violaba la aconfesionalidad del Estado. La reacción de la opinión pública tampoco se hizo esperar en este caso. La población y la mayoría de los partidos políticos, de izquierdas y de derechas, condenaron la medida del juez, y hasta el mismo funcionario judicial encargado de ejecutar la sentencia se negó a cumplirla alegando objeción de conciencia.

Más allá de las diversidades obvias, los dos casos tienen algo en común. En ambos casos, la justificación, tanto para llevar el velo como para no retirar el crucifijo, fue que se trataba de un elemento cultural, y no sólo religioso. Las chicas protestaban porque se les prohibía llevar una prenda que pertenece a su cultura y que no ataca la laicidad de la escuela en Francia; los vecinos del pueblecito italiano defendían la permanencia del crucifijo en la escuela aduciendo que se trataba de un signo de identidad cultural profundamente enraizado en la cultura italiana. Ambos casos han provocado reacciones viscerales, que impiden un debate sereno. Son síntomas de un período de grandes transformaciones en Europa, precisamente cuando la Unión Europea está tratando de darse una Constitución como salvaguardia y tutela de los principios fundamentales por los que ha de regirse, en la que su identidad cultural ha de quedar suficientemente reflejada.

Esta es la razón de la tenaz defensa de las raíces cristianas de Europa que ha llevado a cabo infatigablemente el Santo Padre a lo largo del último año, reclamando un lugar para éstas en la futura constitución europea. En medio de tantas cosas como se han dicho, resulta difícil añadir algo nuevo. Creo, sin embargo, que será útil distinguir dos planos: uno, el plano estrictamente histórico de los hechos, que es independiente de su reconocimiento por parte de la Convención; otro, el nivel político-jurídico, que se refiere a la inclusión de este hecho en la futura Constitución europea. Comencemos, pues, con la historia.

4. Herencia del pasado, construcción de futuro
Hablando de las raíces cristianas de Europa, es inevitable citar en este momento el llamamiento europeísta lanzado por Juan Pablo II en Santiago de Compostela el año 1982, con ocasión de su primera visita a España, que por una significativa coincidencia tuvo lugar el 9 de noviembre de 1982, la misma fecha en que conmemoramos la caída del muro de Berlín. Muchos de ustedes se hallaban presentes, comenzando por el que entonces era arzobispo compostelano y hoy presidente de la Conferencia Episcopal. También yo estaba allí como Presidente del recién creado Consejo Pontificio para la Cultura. Todos pudimos escuchar el grito de amor de un Papa venido de Oriente hasta el finis terrae de Europa, en el que resuena la conciencia de la misión de la Iglesia en Europa:

Por eso Yo, Juan Pablo, hijo de la nación polaca, que se ha considerado siempre europea,...; Yo, sucesor de Pedro en la Sede de Roma, una Sede que Cristo quiso colocar en Europa y que ama por su esfuerzo en la difusión del cristianismo. Yo, obispo de Roma y pastor de la Iglesia universal, te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: vuelve a encontrarte. Sé tu misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes [9] .

Europa, –decía Ortega–, es el único continente que es además un contenido. Europa no es sólo una realidad geográfica, cuyos límites, por lo demás, no son fácilmente delimitables hacia oriente, como parte de la gran masa continental euroasiática. Por encima del mosaico de lenguas, tradiciones y costumbres diversas, hay un elemento unificador en todo el continente, que es precisamente el cristianismo. En este sentido, Europa es cristiana, lo diga o no la futura Constitución de la Unión Europea. Así lo decía el pensador laico y filósofo de la Historia Benedetto Croce: Por qué no podemos no llamarnos “cristianos”, palabras que el mismo Presidente de la República Italiana, Carlo Azeglio Ciampi, recordó a propósito de la mencionada polémica del crucifijo.

Esta presencia es algo tan evidente, que difícilmente habrá quien la niegue. Lo que constituye objeto de debate es si esta herencia constituya un fardo pesado que todavía obstaculiza el camino hacia el progreso, o, por el contrario, sea el mejor capital que posee Europa. Se da así en el Continente una trasposición del antagonismo entre las dos Españas, en lo que podríamos llamar el problema de las dos Europas. Para unos, Europa es lo que es, gracias al cristianismo y sólo podrá subsistir en la fidelidad a esta herencia; para otros, Europa es lo que es pese al cristianismo y sólo en la medida en que logre superar definitivamente esa etapa de su pasado logrará su libertad.

¿Es posible intentar una conciliación entre posturas aparentemente irreconciliables? Este, al menos fue el intento de los padres fundadores de la Unión Europea, Schuman, Gasperi, Adenauer, hombres de profundas convicciones cristianas [10] .

Tras las guerras suicidas que habían asolado el Continente europeo en la primera mitad del siglo XX, lo único claro era que el gran perdedor había sido Europa misma, que había visto sus mejores hombres muertos en inútiles batallas de desgaste, y su patrimonio artístico y cultural arrasado por una vesania destructora: Varsovia y su Ghetto, Coventry, Dresden, Montecassino, están aún frescos en nuestro recuerdo. Frente a los nacionalismos causantes de las dos grandes guerras, era necesario recuperar la herencia común cultural, moral y religiosa de Europa, para configurar con ella la conciencia de sus pueblos. Sin negar la propia identidad nacional, era necesario superarla como parte de una comunidad de pueblos.

Había que recuperar la historia común como fuerza creadora de paz. Para los padres fundadores de Europa, era evidente que la herencia cristiana constituía el núcleo de esta identidad histórica, en sus rasgos esenciales, más allá de los estrechos límites confesionales. Una saeta en la noche de la semana santa sevillana, la Pasión según san Mateo de Bach, o los coros de la liturgia ortodoxa, son diferentes sólo en apariencia. Las catedrales y las iglesias que jalonan Europa, desde Moscú hasta Lisboa y desde Malta a Islandia, son algo más que un mero símbolo exterior. Son expresión de una concepción determinada del hombre y su relación con Dios, de la presencia de lo sacro en el corazón de la ciudad, de la distinción entre lo temporal y lo espiritual, entre lo que es de Dios y lo que es del César.

Esta propuesta no parecía incompatible ni siquiera con los grandes ideales morales de la Ilustración, que como hijos espurios de la tradición cristiana, habían acentuado la dimensión racional de la realidad cristiana. Olvidando las contraposiciones históricas, el ideal ilustrado podía resultar compatible con la historia cristiana de Europa, como había intuido proféticamente el filósofo Jacques Maritain [11] . Esta intuición tuvo su continuación, por parte de la Iglesia, en el Concilio Vaticano II, especialmente en la Constitución Pastoral Gaudium et spes, que es el gran intento de reconciliar la Iglesia con la modernidad y la Ilustración. Habría que decir que, mientras que la Iglesia no ha dejado de buscar, en su reflexión y en su acción, el puesto que le corresponde en la sociedad moderna, no ha habido acaso un movimiento correspondiente por parte de la corriente laica del pensamiento europeo, que se mantiene aún en posiciones laicistas y excluyentes, como lo estamos viendo en el proceso de elaboración de la Constitución Europea.

Es así como los principios de la igualdad fundamental de las personas, la inalienable dignidad de todo ser humano por el sólo hecho de serlo, la libertad del individuo frente a su destino, la limitación del poder político, la defensa del débil, la protección y salvaguardia de la naturaleza y del medio ambiente, son valores que tienen su origen, en última instancia, en la predicación del hijo del carpintero de una aldea de Palestina, y que en Europa han hallado expresión cultural y política a través de los siglos.

Naturalmente, esta herencia cristiana que ha fecundado el Continente no es algo cristalizado, incapaz de admitir nuevas aportaciones. Europa, nos lo ha recordado Juan Pablo II en la reciente Exhortación Apostólica Ecclesia in Europa quiere decir apertura:

Decir “Europa” debe querer decir “apertura”. Lo exige su propia historia, a pesar de no estar exenta de experiencias y signos opuestos: En realidad, Europa no es un territorio cerrado o aislado; se ha construido yendo, más allá de los mares, al encuentro de otros pueblos, otras culturas y otras civilizaciones. Por eso debe ser un Continente abierto y acogedor, que siga realizando en la actual globalización no sólo formas de cooperación económica, sino también social y cultural [12] .

Europa no está hecha del todo. El proceso de purificación de la memoria, de nuevas síntesis, tiene que continuar. Así como en el ocaso del imperio romano la Iglesia, pasando a los bárbaros, –dicho con Federico Ozanam– creó una nueva síntesis al integrar el elemento germánico, al que más tarde se unió el eslavo, también en esta época de cambio, Europa tendrá que integrar las nuevas oleadas migratorias que llegan a sus costas. El Cristianismo, por ser apertura a lo universal, ha configurado una Europa abierta y capaz por ello de integrar nuevos elementos. Pero esto no podrá hacerse sin un respeto a la identidad cultural europea. Algunos modelos de política multicultural, que se presentan como la solución para los problemas que plantea la convivencia de modelos culturales diferentes ocasionados por la llegada de nuevos inmigrantes, se asientan sobre un doble presupuesto falso: uno filosófico, el relativismo cultural absoluto que proclama la imposibilidad de establecer valores culturales universalmente válidos, y por tanto, la intercambiabilidad de las culturas; y uno histórico, cuando ignorando la historia precedente de Europa se pretende un nuevo reparto en el que los diversos modelos culturales actualmente presentes partan en igualdad de condiciones. Si el nacionalismo y la xenofobia llevan a la muerte por asfixia en Europa, el multiculturalismo a ultranza equivale a un suicido programado.

5. Las raíces cristianas en la futura Constitución Europea
Por eso importa tanto que la futura Constitución incluya una referencia explícita a estas raíces. Habría que añadir, a renglón seguido, que el hecho de que se plantee este mismo problema, ha sido posible históricamente gracias al cristianismo y a la separación de principio, no siempre respetada en la práctica, entre el orden temporal y el orden espiritual. En otros contextos culturales, un debate como el que estamos viviendo acerca de la relación entre la religión y el Estado, habría sido sencillamente impensable.

En este debate en torno a la mención del cristianismo en la futura constitución, es necesario distinguir diversos niveles, que no siempre son tenidos en cuenta. Por una parte está el reconocimiento de las raíces cristianas de Europa en cuanto expresión de la identidad de Europa, cuyo lugar es el preámbulo. En segundo lugar, está la exigencia de un adecuado reconocimiento del papel que desempeñan las Iglesias del Continente, y más en general, las confesiones religiosas, aspecto éste de nivel inferior que, aun tratándose de principios, corresponde a lo que podríamos llamar vagamente un derecho eclesiástico supranacional.

Cuando el Santo Padre recuerda incansablemente la importancia de las raíces cristianas de Europa, y sacando fuerzas de su fragilidad, moviliza a la Santa Sede para lograr que la futura Constitución de la Unión Europea incluya una referencia a ellas, es evidente que no busca lograr una posición de privilegio para la Iglesia católica. No se trata tampoco de una simple cuestión nominal, como si bastase incluir un nombre, el de Dios, para contentar a un sector de la población europea. La Iglesia católica no trata de intervenir en las cuestiones políticas que se refieren a la determinación de la sociedad política. La defensa llevada a cabo por el Papa tiene como objeto la identidad misma de Europa y no sólo una posición de ventaja para la Iglesia católica.

El actual preámbulo de la Constitución se limita a mencionar la «inspiración de las herencias culturales, religiosas y humanistas de Europa» [13] . Sólo con buena voluntad puede reconocerse en esta aséptica declaración la savia cristiana que ha forjado Europa. No mencionar el cristianismo en la futura Constitución de Europa, creo que es una deficiencia grave. Citar, en cambio, como hacía el borrador del Tratado en sus primeras versiones, la herencia cultural de Grecia y de Roma, y la Ilustración, saltando olímpicamente los mil ochocientos años que separan ambas realidades sin mencionar el cristianismo, es un sarcasmo y una ofensa a la sensibilidad espiritual de millones de europeos.

En cuanto al reconocimiento de las Iglesias cristianas en Europa, artífices y custodias de la herencia común, la futura Constitución se limita a una simple mención en el artículo 51 del título VII, donde se dice que «la Unión respetará y no prejuzgará el estatuto reconocido, en virtud del Derecho nacional, a las iglesias y las asociaciones o comunidades religiosas en los Estados miembros». Sin embargo, se trata de un artículo que las Iglesias comparten con las llamadas «organizaciones filosóficas y no confesionales», con las que la Unión «mantendrá un diálogo abierto, transparente y regular» [14] . Se trata de una solución poco afortunada, que plantea no pocos problemas de tipo jurídico: ¿Quiénes son estas organizaciones filosóficas y no confesionales? ¿Es posible, a la luz de este artículo, distinguir entre sectas, movimientos religiosos alternativos e Iglesias de arraigo en Europa?

La Santa Sede, que no es extraña a la construcción de Europa por su historia pasada y presente, con sus intervenciones trata de salvaguardar, en beneficio de todos los europeos, su propia identidad histórica. Una identidad perfectamente asumible tanto para quien es creyente como para quien no lo es, del mismo modo que el crucifijo en nuestras escuelas, además de signo cristiano, es expresión del amor de Dios hacia el hombre y del servicio último a los hombres realizado por amor. La omisión en la carta magna de Europa constituye una deficiencia peligrosa. La afasia, lo sabemos, conduce a la amnesia, y ésta a la parálisis.

6. Llamada a la Esperanza
Nos equivocaríamos sin embargo, si, como decía Juan XXIII en la convocatoria del Concilio, nos convirtiéramos en profetas de desgracias, que «creen ver sólo males y ruinas en la situación de la sociedad actual» [15] . Como el Papa bueno, también nosotros opinamos de modo muy diferente y creemos ver en la hora actual de Europa la hora de la esperanza. La esperanza ha sido el hilo conductor de la Exhortación Apostólica post-sinodal Ecclesia en Europa, que recoge el fruto del Sínodo de los Obispos para Europa, del que el Cardenal Rouco Varela, arzobispo de Madrid, fue Relator, y yo, Presidente Delegado.

La esperanza cristiana no es un ingenuo optimismo basado en el cálculo de probabilidades ni en conjeturas acerca del futuro. Para nosotros, la esperanza es una virtud teologal, que tiene como objeto al Dios de las promesas, que es fiel y mantiene su alianza de generación en generación. Dios Padre, que ha enviado a su Hijo Jesucristo al mundo, para salvar al mundo, no para condenarlo, para que los hombres tengan vida y la tengan en abundancia. Nuestra esperanza está firmemente anclada en Jesucristo, que ha vencido a la muerte y es fuente de vida para todos los hombres.

En un mundo desencantado, cuya característica principal parece ser la falta de entusiasmo y de ilusión, que con la crisis de las ideologías parece replegarse en un cinismo cómodo, la Iglesia sigue anunciando a Jesucristo que ha vencido a la muerte. «El Resucitado está siempre con nosotros» [16] . La realidad escatológica de la nueva creación, la Jerusalén celeste de la que habla el libro del Apocalipsis, es, sí, un don de Dios, mas no una utopía. Es una realidad presente en la historia, que toma forma en la comunidad cristiana, la morada de Dios entre los hombres (Ap 21,3).

Con esta confianza, la Iglesia afronta el reto de los tiempos serenamente, sin dejarse intimidar por quienes reiteradamente anuncian su próximo cierre por liquidación. Renunciando a toda pretensión de privilegio y de triunfo, como sierva paciente de la humanidad, se prepara para pasar a los bárbaros y acogerlos amorosamente en su seno, alumbrando una nueva síntesis para Europa, que conserve sus valores fundamentales y los abra al futuro [17] .

Al llegar al final de este recorrido, quisiera despedirme con las palabras de un gran humanista europeo de nuestro tiempo, que me honró con su amistad. Jean Guitton, frente a los catastrofistas y a los asimilacionistas, preveía una confrontación histórica, en la que al final, la victoria no podría ser sino cristiana. «No veo en la historia una crisis que sea comparable a la que conocerá el siglo XXI. Estamos avanzando hacia transformaciones mayores, hacia acontecimientos imprevisibles, de una importancia inaudita. Como Newman a fines del siglo XIX, pero en mayor medida, preveo una confrontación final entre las posiciones extremas de la afirmación y la negación. Veremos desaparecer las posiciones intermedias, prudentes, “burguesas” y presentarse cara a cara, dialéctica contra dialéctica, ateísmo y cristianismo, un “humanismo ateo”, un catolicismo auténtico... Por lo que a mi respecta, estoy convencido, no a través de la fe, sino a través de un examen racional de las convergencias, de que el futuro es favorable al catolicismo. Non veo en este planeta otra religión más universal, más adecuada a proponerse a las élites como a las masas, a recapitular el pasado y a conducir a los seres libres del tiempo a la eternidad» [18] .

Eminencias, Excelencias, Señoras y Señores: un pueblo sin memoria es un pueblo sin esperanza. Yo no creo en el futuro de una Europa que abandone a Cristo para recorrer su camino en solitario. La memoria es la esperanza del futuro.

Muchas gracias.



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[1] «Le bon Pape Jean XXIII, homme d’unité et de paix», Paul Card. Poupard, La sainteté au défi de l’histoire. Portrait de six témoins pour le IIIè millénaire, Presses de la Renaissance, Paris 2003, 207-244.

[2] He recogido estos recuerdos en un libro entrevista con Marie-Joëlle Guillaume, P. Poupard, Au Coeur du Vatican. De Jean XXIII à Jean Paul II, Perrin-Mame, Paris 2003, 104ss.

[3] Juan XXIII, Carta Encíclica Pacem in Terris. Cito la edición hecha por el Consejo Pontificio “Justicia y Paz” en 2003, con motivo del 40º aniversario de la misma. Texto latino original en AAS 55 (1963) 257-304. El texto español en El Magisterio Pontificio Contemporáneo II, BAC, Madrid 1992, 737-772.

[4] Cfr.A. Rouco Varela, Los fundamentos de los derechos humanos: una cuestión urgente, Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, Madrid 2001.

[5] Pablo VI, Mensaje de Su Santidad para la Jornada Mundial de la Paz, 1 de enero de 1968.

[6] Cristianismo y Cultura en Europa: Memoria, Conciencia, Proyecto, Rialp, Madrid 1992.

[7] Cristo, fonte di una nuova cultura per l’Europa alle soglie del III Millennio, Il Nuovo Areopago, Forlì 1999. Trad. esp., Cristianismo y cultura en Europa: Memoria, Conciencia, Proyecto, Ediciones Encuentro-Universidad Católica San Antonio, Madrid-Murcia, 2000.

[8] Véase, entre otros, P. Poupard, El horizonte de la libertad, Ciudad Nueva-Fundación San Justino, Madrid 1994; Id. L’identità culturale dell’Europa, Piemme, Casale di Monferrato 1994. Pontificium Consilium de Cultura, L’Europe. Vers l’union politique et économique dans la pluralité des cultures. Bucarest, 15-16 mai 2001, Ciudad del Vaticano 2001.

[9] Juan Pablo II, Acto Europeísta en la Catedral de Santiago de Compostela, 9.11.1982, in Insegnamenti V,3, 1257-1263. Véanse también las actas de la peregrinación compostelana organizada bajo el patrocinio del Consejo Pontificio de la Cultura y del Parlamento Europeo, Actes du pèlerinage aux racines de l’Europe, St. Jacques-de-Compostelle, 1987.

[10] Cfr. P. Poupard, L’héritage chrétien de la culture européenne dans la conscience des contemporains, Fondation Jean Monnet pour l’Europe, Lausanne 1986. Sobre Robert Schuman, véase el citado La sainteté au défi de l’histoire, Presses de la Renaissance Paris 2003, pp. 11-49.

[11] J. Maritain, Religione e cultura, Morcelliana, Brescia 41982.

[12] Juan Pablo II, Exhortacion Apostólica Ecclesia in Europa, n.111.

[13] Cito la versión oficial del borrador del tratado, tal como aparece en el sitio web de la convención, http://european-convention.eu.int.

[14] Ibid., art. Título VII, art. 51.

[15] Juan XXIII, Discurso de apertura del Concilio Vaticano II, 11/11/62, Enchiridion Vaticanum 1, nn. 40-43.

[16] Ecclesia in Europa, 106.

[17] Cfr. P. Poupard, Le Christianisme à l’aube du IIIè millénaire, Plon, Paris 1999, especialmente el capítulo III, «Quand l’Église passe aux barbares», 75-93.

[18] Jean Guitton, Silenzio sull'esenziale, Paoline, Milano 1991, 97-98.