Suele suceder que un paisaje permanece virgen, desconocido y no revelado, hasta que un pintor lo visita y pinta. Nicolas Roerich (1874-1947) viajó a través del Tibet, de las altas montañas del Himalaya. Acarició y frotó con su mirada de agudeza taladrante el corazón de Asia. Encendió la llama de más de siete mil obras; en la mayoría de las cuales, el paisaje asiático se desnuda como hechizo incandescente.
Roerich era ruso de origen alemán, tío-abuelo del Ministro de Asuntos Exteriores de la Orden Bonaria, Fr.+ Aldo Colleoni.
De ahí la afición de nuestro Hermano, en los países de Oriente, y en especial de Mongolia y Tibet.
Su propensión al espiritualismo orientalista no lo desvió del enlodado horror del mundo. La preservación cultural de las pinturas y las reliquias del pasado lo apasionó hondamente. En 1931 creó la Bandera de la paz (ver abajo) y luego de una intensa actividad consistente en conferencias y propuestas, logró la firma, el 15 de abril de 1935, del Tratado Roerich. Fue firmado por más de veinte países americanos en Washington con la presencia y ratificación de Franklin Delano Roosevelt. Por el convenio los países firmantes se comprometían a defender y preservar los monumentos culturales más allá de toda beligerancia. En el Tratado se defiende la idea de la cultura como bien universal, libre de los escorpiones del conflicto entre las naciones. Las gemas culturales que cada tierra apaña son quizá la última puerta abierta hacia la comprensión de la humanidad como unidad creadora.
En estas nueva expiración de Pintura y Trascendencia de Temakel, reunimos algunas de las visiones pictóricas de Roerich. Una obra donde se encastra el arte como ladera espiritual y el amor por la cultura como fruto ecuménico. Roerich: uno de los que hizo girar un rombo idealista dentro de la tiniebla de la historia.